Las víctimas del médico Capellino revivieron sus días en el infierno

26/08/2017

Juan Cruz Varela Juan Cruz Varela Era un verdugo con disfraz. Vestía chaquetilla y del cuello sostenía utensilios de doctor. El teniente médico Jorge Horacio Capellino paseaba soberbio su metro setenta y pico por los pasillos del Hospital Militar de Paraná; a veces portaba un tupido bigote negro, el pelo oscuro peinado siempre hacia atrás,


Juan Cruz Varela

Era un verdugo con disfraz. Vestía chaquetilla y del cuello sostenía utensilios de doctor. El teniente médico Jorge Horacio Capellino paseaba soberbio su metro setenta y pico por los pasillos del Hospital Militar de Paraná; a veces portaba un tupido bigote negro, el pelo oscuro peinado siempre hacia atrás, la cara ajada y con ojeras muy marcadas. Coinciden en la descripción un soldado conscripto que compartió aquellos recovecos hace cuarenta años, una víctima que lo vio tendido en una camilla mientras era torturado y, con algunos matices, un médico que compartió las guardias con él.

Capellino no estuvo este viernes en la audiencia de ratificación de testimoniales en el juicio escrito que lo tiene como acusado de “legalizar” tres homicidios; y de ser el encargado de controlar el estado de salud de ex detenidos políticos en las sesiones de tortura.

El teniente primer médico Capellino llegó a Paraná en 1974 y entre 1976 y 1977 se desempeñó como jefe del área de Clínica Médica del Hospital Militar, donde compartía tareas con Carlos Bautista Suino, Ricardo Rizzo y Mario Sergio Crocce.

Recluido en su departamento de la Ciudad de Buenos Aires, donde cumple arresto domiciliario, Capellino no escuchó a Gustavo Hennekens revivir la golpiza, los palazos, los pasajes de corriente eléctrica por su cuerpo y el submarino seco; no escuchó al ex preso político recordar su presencia cada vez que era torturado; tampoco para oírlo rememorar aquella vez en que le introdujo un catéter en una vena con una tijera, en lugar de hacerlo con un bisturí. “No merecía el gasto”, se jactó ante la propia víctima y ante las enfermeras que se lo reprochaban. Esos padecimientos contó Hennekens.

El calvario para Hennekens comenzó el 27 de febrero de 1977. Era domingo de carnaval y volvía de despedir a un amigo en la estación de trenes. Eran las cuatro y media de la madrugada. En su casa, en calle 25 de Mayo, lo esperaban cuatro personas vestidas de civil, con anteojos oscuros y pelucas, que lo detuvieron ilegalmente, lo trasladaron hasta una playa de estacionamiento para torturarlo y le asestaron cinco balazos en el cuerpo.

Enseguida llegaron unos cuarenta policías provinciales y, en medio de un impresionante despliegue, lo trasladaron en ambulancia al Hospital San Martín, donde fue operado de urgencia, y luego al Hospital Militar, donde quedó alojado en la Guardia Médica, atado a una cama, con cadenas en los pies y las manos.

Mientras él estaba en las catacumbas, los verdugos también se ensañaron con su familia: allanaron su casa, “se robaron todo, menos los muebles más grandes, defecaron en medio de la casa y secuestraron a mi mamá y mi hermano”, contó ante el juez.

Las torturas se sucedieron durante dos semanas: golpes, palazos, picana eléctrica, submarino seco. Los interrogadores no se dieron a conocer, pero una presencia se hacía notar siempre: un médico al que en los primeros años de la democracia identificó como Capellini o Capelleti. Las sesiones de tormentos se sucedieron en el hospital y también en la unidad familiar, que funcionaba dentro de la cárcel de Paraná.

Hennekens fue sometido a un consejo de guerra. “Se me identificaba como subversivo, pero en ningún momento me informaron por qué hechos estaba detenido”, dijo. Sin embargo, el 28 de junio de 1977 lo condenaron a 15 años de prisión. Su derrotero lo llevó de Paraná a Coronda, Caseros, La Plata y Rawson. Recuperó la libertad en 1983.

El asesinato de Sobko

Su ausencia en la audiencia pública también le impidió a Capellino escuchar a Clarisa, la hija de Pedro Miguel Sobko, militante del PRT-ERP secuestrado el 2 de mayo de 1977, baleado cuando intentaba escapar del baúl de un automóvil mientras era trasladado quién sabe dónde y fallecido cuando era operado en el Hospital Militar.

En el caso de Sobko, se le atribuye haber firmado el certificado de defunción de un “NN masculino” por anemia aguda debido a una herida de bala en hipocondrio derecho. En el documento dejó asentado que el fallecimiento se produjo por una “muerte violenta”, pero a causa de un “accidente” que no especifica. Sobko murió desangrado.

Así quedó registrado también en los libros del cementerio, donde consta la inhumación de una persona no identificada, proveniente del Hospital Militar, el 3 de mayo de 1977.

El nombre de Sobko no aparece en ningún papel, pero no caben dudas de que se trata de él. Así lo prueba la reconstrucción documental que pudo hacer su familia y que este viernes describió Clarisa ante el juez de sentencia.

Un soldado que en ese tiempo realizaba la conscripción y cumplía funciones como ayudante de camillero en el Hospital Militar contó que “un día, poco después de las once de la mañana, llega un vehículo, un Dodge 1500 blanco con dos personas, pararon el vehículo atravesado en el playón del estacionamiento de la puerta de la guardia médica, bajaron dos personas, abren el baúl y pidieron una camilla”. Allí pusieron a un hombre y lo llevaron al quirófano. El ex conscripto no conocía a Sobko, pero lo reconoció cuando le mostraron una foto. “Esa persona ya tenía sangre en la boca… le salían borbotones de sangre”, recordó el conscripto. Tenía una herida de bala en el pecho “y una de las personas que lo habían llevado se acercaba al oído y le hacía preguntas, le pedía nombres o datos. Pero falleció en ese momento”.

El ex conscripto –cuya identidad se pidió preservar– dijo que una de las personas era un policía provincial de apellido Retamar, a quien ya había visto en anteriores oportunidades. La otra persona debió ser el policía federal Cosme Ignacio Marino Demonte, condenado a prisión perpetua por el homicidio de Sobko.

En la misma audiencia, una enfermera del Hospital Militar –cuya identidad se preserva– también recordó ese episodio. Su función, según dijo, era clasificar la sangre. “Tuve oportunidad de atender una cirugía a un NN”, contó la mujer. Ante el juez recordó que cuando llegó el hombre herido buscó los elementos para extraerle sangre y establecer el grupo y factor, pero uno de los médicos que atendía a la víctima se lo impidió:
–No hay necesidad de eso porque dentro de un rato se muere –le dijo.

En el quirófano estaban Juan Antonio Zaccaría, que era anestesista y fue quien se dirigió a la enfermera, Crocce y Suino.

La Masacre de La Tapera

Tampoco estuvo Capellino para oír a Carlos Rubén Osuna, hermano de Beto, asesinado en la Masacre de La Tapera, el 25 de septiembre de 1976, junto a Carlos José María Fernández, ambos militantes montoneros.

En su caso, se le atribuye haber efectuado el traslado de los restos desde la casa ubicada en Rondeau 1396 hasta el Hospital Militar, tras un simulacro de enfrentamiento que montaron militares y policías. Capellino admitió que un superior, cuyo nombre dijo no recordar, le ordenó que fuera al lugar para constatar la muerte de Osuna y Fernández, que estuvo en la vivienda, cumplió la función médica de corroborar las defunciones, pero que no realizó el traslado de los cuerpos.

–¿Hubo heridos? –le preguntaron a la vuelta de aquel episodio.
–Cómo va a haber heridos, si había sesos pegados hasta en el techo –rememoró el ex conscripto que estaba de guardia aquel día en el Hospital Militar.

Rubén Osuna vivía a pocas cuadras de donde asesinaron a su hermano, dijo haber escuchado los tiros. Los militares tardaron un mes en revelar la muerte de Beto. Pero la noche siguiente de la masacre allanaron su casa, preguntaron por él y se retiraron ante la respuesta de que no estaba allí.

Fue el propio Juan Carlos Trimarco quien le reveló a Rubén lo que había sucedido. El jefe de la represión en la provincia extrajo una serie de fotos, las desplegó como si fuesen una baraja y extrajo una:
–¿Este es tu hermano? –le dijo a Rubén, tirando la foto sobre el escritorio, y no esperó la respuesta–. Déjate de hinchar las pelotas porque te vamos a hacer boleta a vos también. Está muerto. Dejate de joder –le espetó amenazándolo con un arma.

Los restos de Fernández y Osuna fueron inhumados como NN, en tumbas sin identificar, en el área de indigentes del cementerio municipal de Paraná. Los restos de Osuna fueron retirados clandestinamente por su familia cinco años después y su identidad confirmada por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) en 2007. Fernández, en cambio, continúa desaparecido.

Fuente: El Diario y Página Judicial.